El que desee conocer a fondo las antigüedades árabes, indudablemente quedará tan poco enterado de ellas como si deseara conocer las de la Auvernia, Saba, Anatolia del Magreb y Mesopotamia. Esto no obstante, no se puede dudar de que los árabes tenían importancia mucho tiempo antes de venir al mundo Mahoma. Los mismos judíos confiesan que Moisés se casó con una doncella árabe y que su suegro Jethro era un hombre de muy buen sentido.
Se cree que la Meca es una de las ciudades más antiguas del mundo; y prueba su remota antigüedad, el que es imposible que haya otra causa que la superstición para fundar una ciudad donde la Meca se fundó. Es un desierto de arena, en el que el agua es salobre y donde hay que morir de hambre y de sed. El territorio, a poca distancia hacia el Oriente, es uno de los más deliciosos del mundo, el más regado y el más fértil; allí es donde debieron fundar la ciudad. Pero bastó que un hombre iluminado, un tuno, o un hombre de fe, defendiera sus teorías, para convertir la Meca en sitio sagrado y en punto de reunión de las naciones inmediatas. De ese modo se edificó también el templo de Júpiter Ammón en terreno solitario y arenisco.
El hombre árabe es percibido como un hombre de gran fortaleza, personalidad, sobriedad y fe. Un hombre con orgullo de su pueblo y sensibilidad para lo bello. |
La Arabia se extiende desde el desierto de Jerusalén hasta Adén, hacia el grado 15, en dirección del Nordeste al Sudoeste. Es un país inmenso, casi como tres veces Alemania. Es probable que las aguas del mar hayan traído sus desiertos de arena y que sus golfos marítimos fueran tierras fértiles en otros tiempos.
Lo que parece una prueba de la antigüedad de dicha nación es que ningún historiador dice que haya sido subyugada nunca. Ni la subyugó Alejandro, ni los reyes de Siria, ni los romanos, sino que, por el contrario, los árabes subyugaron a muchos pueblos, desde la India hasta el Garona; y perdiendo luego todo lo conquistado, se retiraron a su patria y ya no volvieron a mezclarse con los demás pueblos.
Nunca fueron esclavizados ni confundidos con las demás naciones, y es más que probable que conserven sus costumbres y su lengua. De modo que el árabe es en cierto modo la lengua madre de toda el Asia, hasta la India y hasta el territorio que habitan los escitas, suponiendo haya que haya efectivamente lenguas madres, porque yo creo que sólo hay lenguas dominantes. El genio de los árabes no ha cambiado. Todavía inventan Mil y una noches, como en los tiempos en que inventaron un Bac o un Bacus, que atravesaba el mar Rojo con tres millones de hombres, de mujeres y de niños, que detenía el sol y la luna, que hacía saltar fuentes de vino con su vara, que trocaba en serpiente cuando le parecía. La nación que vive aislada, cuya sangre no se mezcla, no puede cambiar de carácter.
Los árabes que habitaban en los desiertos fueron siempre inclinadas a ser ladrones. Los que habitaban en las ciudades tuvieron afición a las fábulas, a la poesía, geometría y astronomía. En el Prefacio histórico del Corán se refiere que, cuando contaba con un buen poeta una de sus tribus, las demás tribus enviaban comisionados a ella para felicitarla porque Dios le concedió la gracia de darle un poeta.
Las tribus se reunían todos los años, por medio de sus representantes, en una plaza que se llamaba Ocad, en la que recitaban versos, poco más o menos como se hizo después en Roma en el jardín de la Academia de los Arcades; y esta costumbre duró hasta la época de Mahoma. En la época del Profeta, todo el que quería fijaba sus versos en unos carteles a la puerta del templo de la Meca. Labid, hijo de Rabia, tenía fama de ser el Homero de los árabes; pero cuando vio que Mahoma fijó a la puerta del templo el segundo capítulo del Corán, se arrodilló ante él y le dijo: «¡Oh, Mahoma, hijo de Abdallah, hijo de Motaleb, hijo de Achem, eres mejor poeta que yo; eres sin duda el profeta de Dios!»
Así como los árabes del desierto eran ladrones, los que vivían en Maden, en Naid y en Sanaa eran generosos. Quedaba deshonrado el amigo que en dichas ciudades se negaba a favorecer a sus amigos. En la colección de versos titulada Tograid se refiere que, un día, en el atrio del templo de la Meca, estaban cuestionando tres árabes respecto a la generosidad y a la amistad, y no estaban acordes sobre quién merecía la preferencia entre los que daban los mayores ejemplos de esas virtudes. Uno de ellos decía que el más sobresaliente en ellas era Abdallah, hijo de Giafar, tío de Mahoma; otro decía que merecía esta preferencia Kais, hijo, de Saad; y el tercero se la concedía a Arabad, de la tribu de As. Después de disputar mucho tiempo, convinieron en enviar a Abdallah un amigo suyo, otro amigo suyo a Kais y otro a Arabad, para probarlos a los tres, y luego contar lo sucedido a una reunión de árabes.
El amigo de Abdallah fue a buscarle y le dijo: «Hijo del tío de Mahoma, estoy de viaje y carezco de recursos para viajar.» Abdallah estaba montado en un camello cargado de oro y seda; al oír la petición del árabe, bajó del camello, se lo regaló y regresó a pie a casa. El amigo de Kais fue en busca de éste para desempeñar su comisión, y lo encontró durmiendo; uno de los criados preguntó al viajero qué deseaba. El viajero le respondió que era amigo de Kais y que necesitaba recursos; el criado le replicó: «No quiero despertar a mi señor, pero tomad siete mil piezas de oro, que es todo el dinero que tenemos hoy en casa; id a las caballerizas y llevaos un camello y un esclavo; creo que con esto tendréis bastante para llegar a vuestra casa.» Cuando despertaron a Kais, riñó al criado porque había dado poco al viajero. El tercer amigo fue a buscar a Arabad, que era ciego, y le encontró saliendo de casa, apoyado en dos esclavos y que iba a rezar a Dios al templo de la Meca; cuando conoció la voz de su amigo, le dijo: «No poseo más bienes que estos dos esclavos; tómalos y véndelos, que yo llegaré al templo como pueda apoyándome en mi bastón.»
Regresaron los tres comisionados, se presentaron en la asamblea y refirieron lo que les había sucedido. Elogiaron la conducta de Abdallah, de Kais y de Arabad, pero dieron la preferencia a este último.
Los árabes tienen muchos cuentos de esa clase. Las naciones occidentales no los conocen; nuestras novelas no son de esa índole. Por el modo de escribir de los árabes se ve de un modo evidente que por lo menos sus ideas eran nobles y elevadas.
Los eruditos que mejor conocen las lenguas orientales creen que el libro de Job, escrito en la más remota antigüedad, lo compuso un árabe idumeo. Prueba indudable de esto es que el traductor hebreo dejó en su traducción más de cien palabras árabes, que indudablemente no entendió Job, que es el héroe del libro. No podía ser hebreo, porque dice en el capítulo XLII, que habiendo recuperado su primer Estado, distribuyó sus bienes por partes iguales entre sus hijos y sus hijas, y a esta disposición se opone la ley hebrea.
Si el libro se hubiera escrito más tarde, después de la época en que colocamos a Moisés, el autor, que se ocupa de muchísimas cosas y no economiza los ejemplos, indudablemente hubiera mencionado los sorprendentes prodigios que realizó Moisés y que no hay duda conocerían entonces las naciones asiáticas.
En el primer capítulo, Satanás se presenta ante Dios y le pide permiso para atormentar a Job. Satanás es desconocido en el Pentateuco, porque esta palabra es caldea. He aquí otra prueba de que el autor árabe vivió cerca de Caldea. Creyóse que podía ser judío, porque en el capítulo XII el traductor hebreo escribió la palabra Jehová en vez de escribir Él, o Bel, o Sadaí. ¿Pero qué hombre instruido no sabe que usaron la palabra Jehová los fenicios, los sirios, los egipcios y todos los pueblos de las naciones vecinas?
Otra prueba más evidente aún, y que no tiene réplica, es el conocimiento de la astronomía, que resalta en el libro de Job, el cual habla de las constelaciones que llamamos el Arturo, el Orión y las Híades, y hasta las «del mediodía que están ocultas». Pues los hebreos desconocían lo que era una esfera, y ni siquiera tenían término para expresar lo que es la astronomía. A los árabes les dio fama esta ciencia, lo mismo que a los caldeos.
Creo, pues, que está perfectamente probado que no pudo escribir el libro de Job ningún autor judío y que es anterior a todos los libros que los judíos escribieron. Filón y Josefo son demasiado prudentes para contar esa obra como de derecho canónico hebreo. Es indudablemente una parábola, una alegoría árabe. Además, se encuentra en esa obra mucho conocimiento de los usos del antiguo mundo, y sobre todo de la Arabia. Se trata también en ella del comercio de las Indias, a cuyo comercio se dedicaron los árabes en todos los tiempos, del cual ni siquiera oyeron hablar los judíos.
No podemos pasar en silencio que el comentarista Calmet, a pesar de que es profundo, falte a todas las reglas de la lógica, suponiendo que Job anuncia la inmortalidad del alma, cuando en el capítulo XXVIII dice: «Sé que Dios, que está vivo, me tendrá compasión y que me permitirá salir un día de este estercolero, que me renacerá la piel y que volveré a ver a Dios en mi carne. ¿Por qué en la actualidad incitáis a que me persigan y me colmen de injurias? Llegará para mí la hora de ser poderoso; temed entonces mi espada, temed que me vengue; no olvidéis que existe la justicia.»
Las anteriores palabras sólo dan a entender que abrigaba la esperanza de curarse. La inmortalidad del alma y la resurrección de la carne el día del Juicio son verdades anunciadas tan terminantemente en el Nuevo Testamento, y tan claramente afirmadas por los Padres de la Iglesia y los Concilios, que no hay necesidad de atribuir a un árabe la primera noción de ellas. Esos grandes misterios, que no se explican en ninguna parte del Pentateuco hebreo, ¿por qué los había de explicar Job en un solo versículo y de un modo tan oscuro? Así como Calmet no tiene razón al creer que Job habla de la inmortalidad del alma y de la resurrección de la carne, tampoco tiene razón al suponer que la enfermedad que padecía era un ataque de viruela. La lógica y la medicina se oponen a esas opiniones del comentarista.
Además, siendo indudablemente árabe el libro de Job, ocioso es decir que carece de método, exactitud y precisión. Pero es quizás el más antiguo y el más apreciable de los libros que se han escrito en la parte acá del Eufrates.